En una revolución somos luchadores que defendemos intereses, conceptos, posiciones, que pueden ser históricas o circunstanciales, de clases o gremiales. Pero, en todo caso, lo que tomará valor en el tiempo será el hecho de superar la situación revolucionaria como otra idea, como otro concepto, como otra cultura.
No somos revolucionarios porque lo decidimos, porque lo deseamos, porque lo estudiamos, porque leamos muchos libros escritos por revolucionarios, porque sepamos mucho de arte, porque luchemos toda la vida por una idea, porque nos afiliemos o fundemos tal o cual partido, porque pertenezcamos a un gremio, porque defendamos etnias o géneros o clases. No importa cuánto tiempo duremos en esas prácticas, sea toda la vida, una década, un día, un segundo; no importa honestidad, esfuerzo, valor, dedicación, constancia, obstinación, radicalidad, desprendimiento, orgullo, sencillez, dogmatismo, heterodoxia, ortodoxia, sobriedad, embriaguez, sea de izquierda o derecha, para cualquier lado o extremo, sea arriba o abajo. No importa que seamos soñadores, visionarios, proyectistas, organizadores natos, abnegados, entregados, conjurados, magos, diseñadores; incluyentes, excluyentes, nada, nada de eso nos hace revolucionarios.
Seamos hombres, mujeres, niños, viejos, guerrilleros, brigadistas, obreros, campesinos; ricos, pobres, dueños, esclavos, académicos, intelectuales, poetas, pintores, doctores, profesores, profesionales, universitarios, sindicalistas, gremialistas, deportistas, señoras que lavan, planchan y limpian la basura; guabinosos, rodillentierra, duros, blandengues, frescos, mártires, sacrificados. No importa en cuántos congresos internacionales, nacionales, regionales o locales hayamos participado, cuántos libros hayamos escrito; no importa lo abultado de la hoja de vida que tengamos ni cuánta visita hayamos hecho a países en revolución; no importa cuántos antepasados lo hayan sido o participado en una o muchas revoluciones; no importa cuántos títulos académicos tengamos, cuántos premios ganados, cuántos reconocimientos, nada, nada de eso nos hará revolucionarios.
Ni la capacidad de dirigir, ni la demagogia discursiva, ni la capacidad de convencimiento, ni la ignorancia, ni la inteligencia, ni el carisma, nada absolutamente nada nos hará, ni nos hace, revolucionarios.
Lo único cierto es que nos hacemos revolucionarios cuando irrumpe esa huérfana ignorante sin dueño que todos llamamos revolución, en la que nadie necesita pasaporte para entrar, ni título, ni sabiduría, ni nada, porque todos estamos dentro. Cuando la revolución estalla nos hace revolucionarios a todos de manera automática, querámoslo o no. Esa inmensa catástrofe que en buena hora atropella toda comodidad, toda sabiduría, estremeciendo todos los cimientos que parecían inconmovibles en la sociedad, toda la fuerza de la costumbre, todas las tradiciones, todos sus modos y usos, sometiendo todo lo creado, todo lo establecido, a la inmensa hoguera de sus hechos brutales, sublimes, estúpidos, brillantes, monstruosos, pequeños, grandes, sin sentido, ridículos, criminales, democráticos, dictatoriales, poéticos, pragmáticos, cotidianos, siempre cotidianos, obstinadamente cotidianos, febrilmente reales, todos sin una pisca de magia, sin permiso de nadie, en medio de su realengura y su porque sí.
La revolución, etiquetada de anarquista, comunista, socialista y todos los istas que estén de acuerdo o en desacuerdo con los interesados que en ella intervienen, a favor o en contra, los que la condenan y los que la aman; pero ella no es nada de eso y lo es todo a la vez.
Para todos los nacidos antes que ella, con toda la carga de sabiduría en unos casos y de ignorancia en otros, la revolución es como un paquetico, un contenedor, un hecho mágico, algo que está allá, algo que se busca, algo que se prepara o para lo que hay que prepararse, algo que se estudia, que se ama o se teme o se le hace burlas, se aplaude o se detesta, que está fuera de nosotros, lo que no es parte, lo que es sagrado o hereje según sea el interés de quien alaba o condena, algo que se espera. Y entonces se cree que la revolución es lo que nos salva y lava culpas, lo que viene a protegernos o a destruirnos, es lo que viene a darnos o quitarnos la razón, es lo que se espera, es la vara con que mides o serás medido, es la estaca en el ojo ajeno, sin mirar el aserradero en el propio. Pero la revolución no es nada de eso, aun cuando todo eso se pone de manifiesto en medio de su hacer huracanado.
Ese grito enfermo, ese vómito, ese sangrero, esa pudrición, ese mierdero que nos estalla en plena cara, esa descarga de los esfínteres sociales, ese destaponarse para no morir, nadie lo esperaba, nadie lo deseaba, nadie lo quería, todos esperábamos una simple limpieza, un esconder de nuevo la basura en los rincones oscuros de la casa, todos queríamos esconder los locos, sólo lavar al borracho y ponerle ropa limpia después de un buen regaño típico: "Eso no se hace porque mira lo que pasa". Todos queríamos que nuestras hermanas putas fueran recogidas y guardadas en los burdeles y zonas de tolerancia; que a los drogos, a los asesinos y a los ladrones se les pulieran las cárceles o se desaparecieran por el arte de magia de la limpieza contra los pobres, y establecer nuevas reglas copiadas de las más viejas pero muy eficientes a la hora de la represión, solicitada por todos, incluso por los mismos pobres, que nos enteramos de que somos culpobres (condenados por el sistema) cuando caemos presos.
Pero resulta que en la revolución nos enteramos que el crimen y el robo no estaba en el barrio sino que este era su consecuencia, que los criminales y ladrones son los dueños que controlan todo el poder de las fábricas en la guerra eterna, y que es acabando con el sistema de producción que a diario reproduce esta cultura como se pueden resolver los problemas planteados, porque es la corrupción tal de ese sistema de producción el que genera la revolución. Pero quienes poseen el control de la riqueza no tienen ninguna disposición a dejar de ser dueños y eso hace que todo se complique, que no basten las declaraciones de viva tal o cual cosa, que ninguna fórmula mágica ni receta hará posible el cambio, por el simple hecho de que los dueños y los que ambicionan serlo no están dispuestos a cambiar.
Todos queríamos la revolución por la incomodidad que generaba el no poder mandar a gusto (los dueños) y el no querer dejarse mandar (los pobres), de unos y otros, todos la deseábamos porque creíamos saber qué hacer con los problemas, cómo solucionarlos, teníamos a los culpables, a los corruptos, para cada uno una fórmula, habíamos contabilizado y etiquetado todos los problemas, éramos sabios de una sociedad que nos había construido a su imagen y semejanza, éramos culturalmente poderosos, capitalistas, éramos los humanistas de izquierda o derecha, intelectuales o políticos, artistas, poetas, músicos que queríamos la revolución solamente para quitarle al sistema las malas cosas, para disfrutar de sus mieles lindos y contentos. Pero jamás se nos ocurrió ni se nos pasó por la cabeza un segundo que la revolución no ocurre para cumplirle deseos a nadie, para complacer a nadie, para odiar o amar a nadie, para ser bonita o fea, para ser agradable o desagradable, para arreglarle la plana a nadie, para ser socialista, comunista, anarquista, estalinista, giordanista, navarrista, cayapista, chavista, madurista, diosdadista, escualidista; para aplicar recetas, fórmulas, creencias o manuales. La revolución es y punto. Destruye todos los vitrales, no los remeda, destruye lo que somos, no nos salva.
Esta revolución es la más clara expresión del punto de quiebre de todas las vitrinas de un sistema, de una cultura; se caen los telones, se quitan las máscaras, se mira la realidad tal cual es, en este caso, de la cultura capitalista, sustentada en los valores y principios del humanismo, llevados a todos sus extremos. Una cultura que todos los humanistas avalaron en los hechos, al grado de sublimarlos en los peores horrores, la legalización ética y moral de la guerra y la defensa de la fábrica como máxima expresión de su hechura, todo sin un mea culpa, por el contrario, desde los más moderados de izquierda hasta los más radicales siguen hablando de industrialización, de progreso, de civilización, de desarrollo, de crecimiento; pero jamás han cuestionado su lenguaje poderoso, nunca se han cuestionado su sabiduría, nunca se han preguntado de dónde les vino, el costo y el daño de todo su progreso, todo su desarrollo, sino que la aceptaron como dogma.
Nunca se percataron de que sólo defendieron y avalaron el lenguaje de los dueños llegados de otros mares, ni ideas que expresan y dicen sostener como pilares incólumes les son propias. Como intelectuales han sido irresponsables con sus decires, se han conformado con ser reconocidos como loros académicos, sin reconocer que cada vez que aplicaban esas voces nos hundían como país.
Por eso es que en ella estamos todos, cuestionados con todo y creencias y pensamientos, hechos, valores y principios. En ella todos somos ignorantes, nuestra sabiduría y nuestro orgullo de nada sirven para las respuestas que a diario se nos exige en revolución. Por eso es que no comprendemos cómo un vendedor de arañas de un pueblo remoto del llano llega a ser presidente y que después de muerto lo sustituye un chofer de metrobús. No entendemos cómo siendo lo que hemos sido y somos no dirigimos esta revolución, por qué no se nos hace caso, cómo es que estos chancletudos recién llegados al mundo están dirigiendo y no yo, cómo es que los títulos no se respetan y veneran, cómo es que nuestros discursos no son atendidos y tomados en cuenta como la verdad, cómo es que nuestro pasado y el de nuestros ancestros revolucionarios no son aval para dirigir.
Algo que nos dice esta revolución es que ella no es como la soñamos, como la deseamos, como la planeamos, aunque nos incluye o nos coloca en puestos de dirección en donde todo lo aprendido antes de su irrupción no sirve para dirigir, pero no tenemos la sencillez para reconocer que debemos aprender de esta revolución en su cotidiana emisión de claves y códigos; que ella es como es, sin dogma, sin planes previos y somos los millones y mil millones de revolucionarios de distintos o contrapuestos intereses quienes la navegamos a nuestro antojo, los que nos arremangamos las camisas y enrollamos los pantalones para hundirnos en sus misterios, para descifrar sus enigmas, para diluir las contradicciones en las que se debate la cultura capitalista. Porque hasta que no ocurra la desaparición de dicha cultura, por la confrontación, siempre dolorosa para la gente y la creación de otro concepto, de otro pensamiento, producto de la experimentación, de la equivocación de la ignorancia colectiva, sin la echonería del sabio, la prepotencia del acomodado, la revolución estará presente como tragedia, más aún para aquellos que no quieren cambiar o solo quieren las mieles que ella genera pero sin el piquete de la matacaballo, como dice Gino González en su canción: "No te empatuques de mierda si quieres ver socialismo, ¿tú crees que el capitalismo se marchará sin tragedia?".
En medio de toda la confusión, de toda la angustia, de toda la duda que tenemos los revolucionarios en este momento, algo debe sernos claro: hasta que no generemos otro pensamiento, otra cultura que sustituya la actual, no será posible superar las actuales circunstancias revolucionarias. Mientras tanto intentemos asumir este rol con dignidad, no seamos dogmáticos, no seamos creyentes, no nos trasnochemos con enciclopedias muertas, que nos desvele la idea nueva, que nos incendie ella, pensemos, busquemos en quienes quieren cambiar, nuestro complemento, abandonemos a quienes se aferran al pasado, a quienes quieren perpetuar el presente, a quienes no abandonan la fuerza de la costumbre y la tradición y vamos juntos a la equivocación creativa, a la valoración de la ignorancia como el motor que ha de impulsarnos a la creación, a la generación de otra cultura, donde nunca más la gente tenga que pasar por la larga y dolorosa experiencia de una revolución, porque vivirán para el abrazo colectivo de la vida, único y verdadero destino de los seres.
A menos que usted se crea superior, y que se sepa, sólo la mentira y la verdad absoluta están por encima de la revolución, es decir, nada.
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